miércoles, 26 de octubre de 2011

La vía fraterna a la felicidad

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E s t e b a n   V a l e n z u e l a   V a n   T r e e k *
 
Bailarines de la Soeki Irodikromo Academia de Arte y Cultura, pintados por George Struikelblok junto a uno de sus lienzos, “La vida en tres dimensiones”.

No basta con la igualdad y la libertad para construir sociedades felices. El sentido comunitario, el goce con el otro y los espacios fraternos y trascendentes son esenciales. Son la lírica que amabiliza la épica igualitario-libertaria dominante en la cultura y la política.

Los países más libres y ricos, aquellos que encarnan la libertad económica y el Estado de Bienestar, no son automáticamente los más felices.  A muchos les falta fraternidad, aquello que saca la libertad de la soledad y redime la demanda de igualdad del resentimiento.  El sin sentido, la violencia, las matanzas súbitas (escolares y de fanáticos de todo tipo), las drogas, la agresividad contra emigrantes, la rabia subgrupal en el deporte, los nuevos nacionalismos  exaltados, son muestras evidentes de que la libertad y la igualdad no bastan, aunque son condición necesaria para alcanzar la felicidad humana.  EEUU, la expresión máxima de la libertad, mantiene serios conflictos de integración social y de emigrantes, la pena de muerte es un fracaso para combatir el crimen en el sur, la cultura de las armas y a la autodefensa contrasta con el país religioso y de una alta asociatividad  en los estados menos agresivos. Muchos gobiernos árabes manejados sin libertad por regímenes que sin embargo otorgaban derechos sociales igualitarios mínimos,  se han visto sobrepasados por la demanda de democracia y libertad.
El filósofo  italiano, Antonio Baggio,  que promueve rescatar la fraternidad como principio esencial para complementar el tríptico de la Revolución Francesa, comparte con Zygmund Bauman que la fraternidad apela a que la felicidad no es personal, sino que con otros (2009:11-13). En el mundo actual habría un desplazamiento hacia una demanda por seguridad (social y física), paridad (a veces homogenizante) y a las redes (que  son una expresión narcisa del yo en muchas prácticas, aunque en otras creadoras de comunidad).  La fraternidad, entonces, sería más que sólo tener asegurado la subsistencia sin que maten, más que lograr la igualdad de trabajo entre hombres y mujeres, más que estar en redes, aunque esta dimensión de “no estar solo”, parece ser clave con el concepto de lo fraterno. Hay, por tanto, un vínculo estrecho entre fraternidad y felicidad, y la fraternidad se encuentra en este “no estar solo”.
El economista inglés Richard Layard, observa que las sociedades, cuando suben de los dos mil dólares per cápita, comienzan a sufrir problemas de depresión (Chile encabeza el consumo de fármacos en el Continente), alcoholismo y drogas (la pandemia americana), aumento del suicidio (Japón es paradigmático) y criminalidad (la nueva amenaza civilizatoria).  Entonces, el mero crecimiento  del PIB es inútil para medir el desarrollo, ya que no es causal la relación aumento del ingreso per cápita de una sociedad y su nivel de felicidad. Por tanto, se requiere reevaluar metas y observar qué instituciones promueven la fraternidad y la felicidad. Layard recuerda a Bentham, quien postuló que las leyes y acciones debieran generar la mayor felicidad posible y sostuvo que la bondad de toda sociedad podía medirse por la felicidad de sus ciudadanos. La pregunta es qué es la felicidad y por tanto, qué leyes o instituciones debo promover. Layard es categórico en sus investigaciones: son más felices las sociedades  donde hay equidad social (seguridad financiera y de bienes básicos), equilibrio entre vida y trabajo (sin jornadas extenuantes), sostenibilidad de la familia, muchos vínculos comunitarios (la asociatividad), vida espiritual y metas comunes que den sentido (el sueño diurno de la utopía concreta compartida con un nosotros mayor). Lo anterior no se alcanza como un derecho individual, la felicidad es comunitaria, con otros: “Una sociedad no puede prosperar sin cierta sensación de compartir objetos. La actual búsqueda de desarrollo personal no fructificará. Si la única meta es alcanzar lo mejor para sí mismo, la vida se vuelve demasiado agotadora, demasiado solitaria: semejante enfoque conduce al fracaso. Por el contrario, todo el mundo necesita sentir que existe algo más (2005: 229)”.
Los rankings sobre felicidad son diversos, discutibles, pero cada vez más perfeccionados. Ruut Veehoven, quien investigó las mediciones de felicidad en la segunda mitad del siglo XX, sugiere un proceso de cambio desde la sobrevaloración de la estabilidad social (a veces un nacionalismo cerrado) y el desarrollo económico (el producto interno), hacia el concepto de livability (1994: 20-40) como la capacidad de una sociedad de proveer posibilidades a la diversidad de sus ciudadanos para suplir sus necesidades y desarrollar sus intereses. Los out puts de un país feliz debieran ser su esperanza de vida, pero también su salud mental. Es decir, no sólo acceso a especialistas, fármacos y hospitales, sino también consumo de drogas, tasa de suicidios y depresión.  En los estudios de la Universidad Erasmus de Rotterdam, como en casi todos los estudios independientes, los países más felices son los nórdicos-escandinavos (aunque Noruega retrocede por su tasa de suicidios), acompañados de Austria, Suiza, Canadá, Australia, Alemania, Francia, Holanda, Irlanda, Italia. En estudios más recientes, como el ranking 2006 de la Universidad de Leicester (2006), se refrenda el predominio escandinavo (Dinamarca siempre encabeza, con Suecia, Finlandia, Islandia). El mejor latinoamericano es Costa Rica (13), luego  Colombia (34), Argentina (56) y Chile rezagado en el puesto 71. USA, la primera economía mundial, sólo obtiene el puesto 23.
Los historiadores argentinos Osvaldo Barreneche y Domingo Ighina (2009) comparten que la fraternidad se asocia en el Continente americano a la idea de unión política e integración, en la influencia decisiva del discurso bolivariano post independencia. Barreneche aporta al complejizar el concepto de fraternidad a una unidad “en la diversidad”, a la reciprocidad y la corresponsabilidad con los otros, a que se debe aceptar una “conflictividad positiva” (Barreneche, 2009: 90-100)  como opuesto a las pesadillas de la homogenidad, en la senda de Norbert Lechner (1984), que asociaba a la política al ejercicio de buscar caminos al conflicto, que es inevitable y parte de ella.  Pero Lechner advierte tempranamente que las sociedades latinoamericanas han vivido procesos de modernización inevitables para dinamizar sus economías, pero que ellas son insuficientes para alcanzar la modernidad, entendida como espacio de convivencia racional con integración social. Entonces, se requiere algo distinto a la mera libertad democrática y las políticas sociales, que Lechner llama el “deseo y búsqueda de comunidad”, que de legitimidad a las democracias versus los diferentes autoritarismos. El ansia de comunidad implica asumir que somos diversos, pero sin la trampa de asociar diversidad a estratificación social desigual:”La democracia no supone homogeneidad social; la hetereogeneidad puede ser  enriquecedora, pero sin confundir  las diferencias justas que la democracia debe respetar, con las desigualdades que atenten contra la noción de comunidad. La Democracia los debe representar a todos, superando las antinomias de clase, étnicas y religiosas, que restan legitimidad al orden”(1990: 17-18).
 Esta pista permite rescatar una afirmación esencial sobre la fraternidad, que la diferencia del meta relato liberal de los derechos individuales y del utopismo igualitario de la homogeneidad social: la fraternidad apela a un ser que se entiende así mismo en una comunidad mayor donde convive pacíficamente y con alegría, sin sentirse discriminado ni inseguro. Es el  respeto a la diversidad, la apertura emocional y política al otro que es “distinto”.
La fraternidad en su implementación sería un principio de origen matrístico, si  lo asociamos a las visiones del biólogo y epistemólogo Humberto Maturana, quien en sus indagaciones culpa al modelo patriarcal de la libertad y la igualdad, de corte europeo, de querer imponer nociones de competencia y poder estatal, que no asignan valor a la vida comunitaria y fraterna de respeto radical a los otros: "la competencia, la lucha, las jerarquías, la autoridad, el poder y la justificación racional del control y de la dominación de los otros a través de la apropiación de verdad" (1993: 24). Maturana  prologa la versión española del libro de Riane Eisler (1990), El Cáliz y la Espada,  donde  se propone rescatar la cultura de la solidaridad del amor cotidiano que se vive en las comunidades, como un retorno a un modelo menos agresivo y competitivo.
En  la literatura cercana a la idea de new age, existe un cierto reproche a las formas empíricas del vínculo del cristianismo con el poder, lo que es contrastado por una amplia literatura que rescata el ideal y la práctica comunitaria  desde el cristianismo primitivo hasta el llamado del Concilio Vaticano II a formas de economías solidarias, democracia y ecumenismo. Silva Solar y Chonchol fueron ideólogos de las corrientes socialistas comunitaristas en el caso de Chile con su libro Hacia un mundo comunitario (1965), donde se reitera el mensaje de los bienes universales y se valora la vida de las primeras comunidades cristianas en su diversidad cultural que se universaliza sin perder identidad.
En el caso de Guatemala, la violencia tiene niveles dramáticos en el área metropolitana de la zona ladina (blanca) con cien por cada cien mil habitantes, lo que baja a 10-20  en los departamentos de mayoría maya, donde se vive la lengua, vida comunitaria, trabajos colectivos, y donde una red de autoridades tradicionales y guías espirituales cumplen labores de soporte comunitaria, educar a los que andan en malos pasos y mantener la cohesión comunitaria, a pesar del Estado frágil azotado por el narco, la corrupción y la desigualdad. Según muchos estudiosos como Colop (2009), la clave está en el principal mandamiento maya que une la vida a la comunidad: “cuida tu casa, tu comunidad y tu pueblo” y la invocación del libro sagrado del Popol Wuj: que nadie se quede atrás, que todos vayan adelante. Entonces, la existencia, como en el cristianismo, es el amor al prójimo que se encarna no sólo un principio defensivo (no hacer al otro lo que no te gusta que te hagan), sino el principio activo de ser parte de una comunidad, un pueblo que camina, una comunidad que se reúne en mi nombre,  la búsqueda de un Reino para todos (el sentido de esperanza y meta colectiva). En la tradición humanista que se ha enriquecido, es la lucha por los derechos humanos, tanto individuales como aquellos colectivos que ocupan la agenda de las últimas décadas.
¿Cuáles son las instituciones políticas de la democracia que fomentan el sentido comunitario, el reconocimiento del otro, la convivencia pacífica y la cohesión social? ¿Qué se puede colegir de los sistemas políticos de los países más felices?
Hay respuestas categóricas: es el camino comunitario y pacífico a la felicidad en democracias que no temen al otro, lo reconocen, lo promueven y todos se sienten parte de un camino común que no es un bien homogéneo, sino la realización diversa desde los distintos modos de pertenencia.

* Esteban Valenzuela Van Treek, doctor en Historia, cientista político, escritor, fue alcalde y diputado. Trabaja en cooperación internacional en Guatemala.
Este texto es parte de su ponencia “La Política de la Fraternidad” que presentó al encuentro organizado por la Red Universitaria de la Fraternidad, RUEF, realizado por el Instituto de Ciencias Políticas de la UC.


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