viernes, 5 de agosto de 2011

El hombre de azul

(Un día cualquiera de mi nueva vida)

Búsquedas en conciencia de sí

A l e j a n d r o   G a l o   I l l a n e s   M o r a *

Pintura de René Magritte

Era un día viernes y debía realizar varios trámites burocráticos, con el objeto de preparar un viaje por un tiempo limitado a mi casa en Venezuela, lo cual resultaba penoso pues mi compañera, enferma, ya no podrá acompañarme más. Por el mismo motivo, yo debía permanecer en Santiago el mayor tiempo posible, no obstante, con dolorosas dudas, puesto que tengo dos hijos y siete nietos en ese país caribeño.
Empecé por el Banco donde debía abrir una cuenta de ahorros para que se me hagan llegar mis ingresos desde el vecino país. La ejecutiva, una señora de mediana edad, todavía buena moza, se esmeró por atenderme con eficiencia.  Al cabo de media hora el libreto había sido expedido a mi nombre. Me dirigí, con mi apoyo, al metro cercano, bajando con dificultad las empinadas escaleras. Un pordiosero perlático, recostado contra el mismo muro, me dificultó el paso y también la extracción de una moneda del bolsillo, lo que al fin logré, diciendo: “un cojo ayuda a otro cojo que se encuentra peor“ (él me sonrió con simpatía). El tren iba casi vacío a esa hora, y me trasladó rápido al barrio cívico. Busqué la subsecretaría de carabineros para legalizar mi certificado de residencia; un policía me orientó señalando un edificio gris como a tres cuadras al otro lado de la calle. Con cierta dificultad emprendí la marcha, me acompañaba un gentío abigarrado, a esa hora de una mañana soleada pero fresca. En un rincón oscuro de la plaza Bulnes estaba la puerta de acceso, un guardia me la señaló, penetré, encandilado. En un rincón de la sala de entrada había un mesón detrás del cual estaban dos policías mujeres, quienes, con gentileza, me insistieron que ese no era el lugar indicado y debía recorrer otras tres cuadras, por Bulnes, en la vereda opuesta, en el 5 piso, estaba la oficina de certificaciones, lo que hice, después de eludir unos cuantos agresivos vehículos que se sienten obligados a competir en velocidad, al cruzar, con el señor del bastón. Sudoroso, llegué al piso correspondiente; me recibió ceremoniosamente un oficial de civil, y me indicó que esperara en la sala. Le pregunté por un baño: –Aquí no hay baño ¡señor!– me respondió con tono autoritario. Esperé una media hora y luego, con mi documento sellado, estuve libre. A continuación, debía dirigirme al Ministerio de Relaciones Exteriores, en Nataniel esquina con Agustinas, a cinco o seis cuadras hacia el norte. Sin pensarlo mucho, me cambié a la calle del frente (Morandé), en su acera Oriente, más sombría y fresca. A la altura de lo que debía ser Agustinas, desorientado, no encuentro el Ministerio. Pregunto a un transeúnte presumido; –pero señor –me contesta– ¿De dónde salió Ud.? Relaciones Exteriores está en la calle Nataniel y Ud. está en Morandé  ¿no ve Ud. el letrero?  –¿Qué letrero? respondo- Ese que está en el muro, mire: ¡Perdóneme! ahora veo que alguna vez debió existir tal aviso; en todo caso, el Ministerio está al frente, en Nataniel, cruzando la plaza, éste se encuentra donde antes estaba el Hotel Carrera. –Gracias– digo. Acelerando el paso de acuerdo a mis limitaciones, esperando que por haber sido un hotel, encontraría además, baños. Vana esperanza, no los había, ni tampoco existía el despacho; el que necesitaba estaba a la vuelta de la esquina. Completada mi misión, papel en orden, regresé dirigiéndome a la entrada del metro, hacia la Alameda. Menos mal que el apremio y el calor del medio día me habían secado,  por compasión biológica, la vejiga. Camino por Nataniel, soleada, un gentío que me parece moverse entre reverberaciones, me adelanta, con cuidado. A media cuadra, un veloz caminante me rozó el brazo izquierdo, y atropelló la pierna del mismo lado, haciéndome trastabillar, con su maleta negra de ruedas, la que tira tras de sí. Todo lo hizo sin disculparse, ni siquiera volteó su cabeza. Molesto, como reacción airada, le golpeé la valija con el bastón. El personaje continuó rápido, sin dar muestras de haber notado el incidente. Continué, murmurando una imprecación, traspirando mi esfuerzo tomé un respiro de descanso en el quiosco de la esquina; luego crucé la calle transversal, y seguí a todo sol. Recorridos unos cien metros, en forma desconcertante, se repitió  la escena anterior, nuevamente el personaje, me adelantó, arrollándome, con su equipaje rodante. Le vi por su espalda: era muy alto, hombros anchos y rectos, cabeza erguida de cabello muy oscuro, bien cortado, cuello de camisa blanco, lucía impecable en su terno a la medida, de un color azul cielo. Esta vez tampoco logré, a pesar de acelerar el tranco, verle la cara o vislumbrar siquiera su perfil antes que se difuminara entre la gente; lo  más desconcertante de todo era que su elegante y juvenil figura parecía avanzar, veloz, estando en un solo plano. ¡Carajo! Pensé espantado; su nítida imagen tenía sólo dos dimensiones.
 Por un momento me detuve, congelado de miedo. Recuperado de mi parálisis, pero aún confuso, por no comprender cuándo, o por qué entré a tomar parte en lo que, al parecer, era un mundo paranormal. Sin más divagaciones, me dirigí presuroso a tomar el tren hacia mi casa.

* Las Condes, Santiago de Chile.

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