viernes, 5 de agosto de 2011

Radiografía de un Gusano

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J o a q u í n   G a r c í a   O s o r i o *
 


I
Entre la frondosa vegetación de la sabana, yacía en el suelo, el cadáver de una decrepita musaraña. Su aspecto era roñoso y la piel se le había apolillado hasta tomar un tono marrón-grisáceo. Las cavidades de sus ojos estaban vacías, como la conciencia del difunto en su lecho de muerte, mientras que el interior de su cuerpo se encontraba corroído, en efecto, sólo quedaban huesos y pellejo: se fue desinflando, apocando, como un globo de tejido muerto al cual se le escapa el aire lentamente. Y gran parte de este nauseabundo acontecer se debía, gracias a la acción de una comunidad de voraces gusanos, los cuales se hacían llamar Los Parias del Paraíso.
La carne de la musaraña se agotaba y había expectación sobre cuál sería el nuevo cadáver donde se mudarían. Pasando de cadáver en cadáver sobrevivían y para eso tenían un orden específico que les aseguraba no quedar a la intemperie. 
 Estos viscosos bicharracos se encontraban divididos en dos clases: obreros y patrones. Los patrones, tenían la misión de encontrar un cuerpo muerto, antes que acabasen las reservas de carne del animal que estaban ingiriendo. A cambio, los obreros debían servirles a sus amos, preparándoles deliciosos banquetes de carne pútrida, dándoles masajes, construyendo sus viviendas, manteniendo el orden de estas y otras tareas similares. 
Quienes componían la clase obrera, estaban cansados del funcionamiento político que se mantenía desde hace un tiempo hasta la actualidad. ¿Cuándo comenzaron los problemas? En el preciso momento en que los gusanos nobles abandonaron su misión: “cazar cadáveres” ¿Cómo lo hicieron?: Estos, además de la tarea ya mencionada, formulaban ciertas leyes que los regían como ciudadanos. Un día dictaron lo siguiente: “quienes cometan un delito, serán desterrados tanto de la comunidad como del cadáver. Serán arrojados al mundo exterior donde quedarán sin alimento ni protección. La única forma de redimir su condena, será que el inculpado encuentre la ubicación exacta de un fiambre que aún esté fresco”. Con este nuevo régimen lograron funcionar bien por un tiempo, hasta el momento en que no hallaron más que el diminuto cuerpo de una musaraña.
Como este cuerpo era tan pequeño no daba tiempo a que la masa obrera delinquiese. De más está decir que la ley no tocaba a quienes la formulaban: los gusanos nobles. Repentinamente una tarde, la policía comenzó a desalojar de la comunidad una gran multitud de trabajadores sin motivo alguno. Dado el caso que estos estando a la intemperie, se hallaran conminados a encontrar lo que en un principio era deber de la clase gobernante.  
  
II

Llevaban horas respirando el asfixiante aire de la incertidumbre. Los obreros lamían con fuerzas los huesos del animal, intentando arrancarles las últimas hilachas de carne. ¡Definitivamente no hay comida! ¿Cuándo nos dirán a que cadáver debemos mudarnos? ¡¿O es que nuestros inútiles gobernantes aún no han hallado nada?!  
La nobleza se rehusaba a pronunciarse con respecto a la mudanza, y los trabajadores al no tener que comer, decidieron ir y hacerles frente yéndolos a buscar a sus aposentos. Al llegar, estos ya habían desaparecido sin dejar rastro alguno. Se habían anticipado al movimiento de sus obreros, escapando por la parte trasera del animal. Después, al estar en el mundo exterior, decidieron trepar la musaraña y asentarse en su lomo para esconderse de la muchedumbre que los perseguía. Sus súbditos al darse cuenta que no estaban por ningún lado, sentían que ya no tenía sentido continuar; tendrían que salir fuera de la musaraña y buscarlos, o ellos mismos encontrar algún muerto en el cual albergarse.
Los gusanos obreros marchaban en fila, uno tras otro, deshabitando a la muerta. Salían desde las cuencas de sus ojos y después bajaban por sus mollejas, para finalmente deslizarse por los bigotes hasta llegar al suelo. Al cabo de un rato, estaban todos frente a frente con la escuálida cara del roedor. En ese momento se dejaron oír los primeros gritos de protesta. De pronto sobre la nuca de la musaraña, comenzó a aparecer la figura de Yayové, quien era la máxima autoridad de Los Parias. Para cuando ya se había dejado ver por sus vasallos, tras él se fueron asomando todas las familias que constituían la nobleza. Yayové se sentó en la nuca del animal cual elegante trono de un rey. Luego en posición firme, puso el seño fruncido y una mirada solemne, para dar inicio a lo que él creía cómo su último discurso:
“Mi queridísima chusma, es de mi congoja anunciar, lo que hasta ahora parece ser el fin de nuestros días como comunidad. Como ya han podido notar: no hemos hallado un nuevo cadáver. Hicimos cuanto pudimos y no debe pensarse esto como un terrorífico desenlace. Cada uno deberá ir forjando su destino, su salvación, y seguro estoy que muchos encontraran la manera de sobrevivir. Pues se hizo lo que estuvo en nuestro alcance y…”
De súbito, se alzó la voz de un joven gusano que tenía fama de subversivo e interrumpió diciendo:
“Mejor deja de hablar viejo canalla, que el hedor de tus mentiras me queman las pestañas. En vez de dispersarnos, escalaremos por la musaraña, y nos comeremos a cada uno de ustedes sin dejar ni las lagañas”.
-¿Y qué sacaras con eso? No sabes que quien toca a un gobernante le cae un rayo del cielo…-
En esto se suma un viejo obrero, que tenía la piel atiborrada de marcas:
“Cada una de estas cicatrices que llevo en mi cuerpo, corresponden a los castigos recibidos cuando cometía algún error en mis deberes con ustedes. ¿Por qué perdonarlos si nos han fallado? Además, todas las falsas detenciones que sufrió el pueblo…
-¡No fue por aquella razón, las detenciones han sido justas! -dice Yayové.
-Guarda silencio Yayové, si es que te queda algo de decencia- dijo el joven gusano que inició la trifulca.
Después, en un acto de arrebato, señaló: “¡Vamos y arranquémosles el pellejo, no merecen vivir!”
Todos los obreros entre gruñidos se abalanzaron a escalar la musaraña, mientras las pudientes familias observaban aterradas lo que estaba sucediendo.
Fue en aquel instante, cuando entre la hierba aparece un viejo gusano que había sido expulsado hace ya un tiempo de la comunidad. Era el único integrante de la alta alcurnia que había sido proscrito y castigado por la ley. Se trataba del gusano Anubis,  quien infla con aire sus pulmones para gritar con ímpetu:
-¡Deténganse!
Anubis, era de estos viejos que se caracterizan por la violencia con que ejercía su poder. Maltrataba a sus obreros sin compasión y con sus obreras se daba el derecho impúdico de violarlas. Lo que no consideró, fue que el coraje de estas gusanas las llevaría a unirse y entablar una demanda. Ganaron el juicio, y resultó ser la primera vez que cayó todo el peso de la ley sobre un integrante de alta alcurnia. De ahí en adelante las autoridades se jactaban de ser justas y democráticas. Pero bien sabían los trabajadores el porqué Anubis había sido castigado. Más que por el daño provocado, fue por razones morales propias de su clase, que condenaba la cruza entre patricios y obreras para así cuidar su círculo de poder y evitar que los “mezclados” se les infiltraran. Finalmente el viejo fue desterrado del animal y mientras lo arrastraban por el suelo, juró que algún día regresaría y sería el nuevo monarca de los Parias. Y ahora al parecer por fin lo lograría. Ya que después de que gritara para que todos llevaran su atención hacia él, dijo las siguientes palabras:
“Ya no es necesario que continúen esta disputa. He encontrado un nuevo cadáver tan grande que alcanzará para por lo menos diez generaciones. Es el momento de que nos unamos para construir una gran ciudad, la cual por supuesto llevara mi nombre. Y esto que quede claro: yo soy el nuevo monarca de los Parias, sino no pienso compartir mi cadáver con ustedes… Además les advierto que se preparen porque el camino hacia el fiambre es muy difícil. De pronto se torna desértico y caluroso como si el sol te estuviese mirando de frente.
Nadie hizo reparos.

III

Frente aquel relato hecho por Anubis sobre su suculento acierto, rápidamente todos se ordenaron en filas e iniciaron el éxodo. Al poco andar, se encontraron de súbito envueltos por el calor de un desértico ambiente, que difería de aquella sabana con plantas descomunales que conocían, y desde muy lejos, divisaban la silueta de una enorme bestia que estaba tumbada en el suelo.
Fueron avanzando cada vez con menos fuerzas, la deshidratación los había vuelto agónicos. De a poco se fueron rindiendo, el hambre  resecaba sus tripas, el calor torturaba sus pieles y el cansancio abolía sus esperanzas. Comenzaron por desplomarse los más débiles: infantes, abuelos, embarazadas, heridos y enfermos, todos abatidos, frente al cadáver más grande que hubiesen visto en sus vidas. Pero no fue el duro camino el único responsable de sus muertes, sino también el hambre, es por esto que Anubis a pesar de que era un veterano logró subsistir. Antes de que emprendiera el viaje, ingirió cuanto pudo del cadáver que recientemente había encontrado.
Finalmente más de la mitad alcanzó el cometido. En su mayoría adultos, que sin ser niños ni viejos, tuvieron mayor resistencia para luchar contra las dificultades del éxodo. Ya todos adentro, maravillados contemplaban su nuevo ambiente. Había un enorme lago de sangre, sobre el cual se perdían las miradas de los gusanos en el horizonte. También había enormes cerros de carne sin vida y gigantes órganos  de suave textura. Sin embargo como Los Parias no eran suficientes para habitar todo el animal, decidieron iniciar su colonización por los intestinos. El grueso debido a su pestilencia nauseabunda y oxidado sabor, se lo quedaron los gusanos nobles, mientras que el delgado que no gozaba de tanto prestigio, fue entregado a sus súbditos: mientras más toxica y repulsiva era la carne, mayor valor tenía para sus paladares.
Cuando Anubis ya había terminado de mostrar el lugar, comenzó a trabajar en su discurso de bienvenida. Y lo planeó para esa misma noche. Pretendía anunciar de manera oficial que él sería el nuevo monarca de Los Parias, frente a lo cual nadie se había opuesto.
Con el tamaño de aquel lugar dejarían de ser una simple comunidad, y como estos animales construyen desde la materia en descomposición, desde el cuerpo marchito, más que un imperio erigirían una gran Necrópolis.
Apenas se escondió el sol, Los Parias esperaban atentos lo que tenía que decir Anubis. Era momento de que diera inició al discurso, pero quien iba a proclamarse rey, no aparecía por ningún lado. Yayové preocupado mandó a sus sirvientes a que lo encontrasen, pero estos no lograron dar con él. Esperó una hora, lo cual para un gusano no es poco tiempo, y seguía sin dar señales de vida. La gente ya estaba aburrida y muchos habían optado por dormir, otros se devolvían a sus casas, mientras en eso Yayové comienza a pensar:            
“¿Y si yo sigo siendo el rey? Sin embargo aun hay posibilidades de que Anubis vuelva a aparecer. Pero por otro lado es obvio que algo muy grave le debe haber sucedido. Trabajó tan duro para este momento y ahora desaparece. Es el destino. Estoy bendecido. Eso debe ser. Además si llega después le diré que lo hice por el pueblo. Porque necesitan de un monarca que los proteja de sus propias bajezas e inmoralidades. Porque solos no sabrían que hacer son sus descarriadas vidas...”
Primero consultó con los de su clase si apoyaban su idea -es lo más pertinente- dijeron todos al enterarse de la desaparición. Sin embargo exigieron a Yayové que se respetara la decisión de Anubis de bautizar con su nombre a la Necrópolis. Ya con el consentimiento de la nobleza se dirigió a su pueblo:
“Queridos integrantes de la comunidad de Los Paria del Paraíso, los he reunido aquí para anunciarles que nuestro querido amigo y salvador Anubis, ha desaparecido, por lo cual yo seguiré siendo su monarca. También les tengo que informar, que desde ahora la comunidad de “Los Parias” pasará a ser la solemne “Necrópolis de Anubis”, para así sin importar los años se recuerde el nombre de su descubridor y conquistador”.
A la mayoría no les importaba si era Anubis o el viejo Yayové quien llevase la batuta. -Mejor diablo conocido que por conocer- pensaba la mayoría.
“Y para felicitarlos por el buen trabajo que han hecho, hemos organizado un banquete para festejar…”.
Extasiados veían pasar, como si se tratase de un desfile, los suculentos platos que los gobernantes les habían preparado. Había bollos de carne remojada en pus, costras con pelusas, sangre coagulada sazonada con bilis, y otros platos finísimos que hicieron rebozar de felicidad a los gusanos. Ya al fin de la celebración, cada uno volvía a su lugar para empezar la rutina, lo cual después de esta seguidilla de sucesos no venía nada mal. Yayové otra vez era rey, Anubis había desaparecido y a nadie le importaba. “No importa el titiritero, la marioneta siempre sufre lo mismo”, decían los necesitados con desánimo. Y el destino de Anubis pasó al olvido. Nadie volvió a preguntarse por él.
Al día siguiente, la gente comenzó sus labores en la actual Necrópolis de Anubis y todo parecía una utopía hecha realidad. Los gusanos veían en su nuevo hogar cobijo y seguridad entre tanta abundancia. Lograron estar serenos y sin alborotos durante un breve tiempo. Sin embargo pasó solo medio día después de la celebración, cuando nuevamente un incidente volvió a agitar los ánimos: posterior a una ardua jornada de trabajo, mientras el pueblo de la Necrópolis iba de regreso a sus casas, entre los suburbios comenzó a pulular un rumor sobre una gusana obrera que había dado a luz a una criatura tan deforme, que equivalía a haber parido el mismísimo absurdo. Su nombre era Awün, y fue la única embarazada que soportó tanto el hambre como el arduo camino, pero frente semejante engendro aquello quedó sin relevancia. El recién nacido en su carne alojaba una blanca y sólida sustancia, una especie de estructura compacta que recorría a lo largo el interior de su cuerpo, la cual le impedía moverse ondulantemente con esa flexibilidad propia de los gusanos.

IV

Su madre contaba que al parirlo lo notó tieso como a un muerto, y debido al impacto que le ocasionó el aspecto de su hijo, reaccionó zamarreándolo al instante. Acto siguiente se escuchó un chasquido. De la boca del recién nacido comenzó a emanar una espesa cascada de sangre. Awün desesperada gritó por ayuda, lo cual alertó a sus vecinas quienes al poco tiempo llegaron a socorrerla. Al ver lo que acaecía llevaron al infante donde un ilustre médico, el cual explicaría a la desesperada madre lo que estaba sucediendo:
“Señora, la memoria de este pueblo no guarda en su historia médica un caso de estas características. Después de varios exámenes hemos concluido que su hijo tiene lo que denominamos esqueleto. Este es propio de otros grupos de animales, como los mamíferos o las aves, pero no de los insectos como nosotros”.
Era una tragedia, el gusano estaba condenado de por vida a estar inmóvil, tieso y recto como una estaca. Para los miembros de esta especie, el poder revolcarse curvando sus cuerpos entre las cloacas, era indiscutiblemente la esencia de ser gusano. Creían que el no poder hacerlo era equivalente a estar muerto, por lo cual el pequeño materializaba una paradoja. No podían concebir que a pesar de que se comunicara, alimentara, sintiese o pensara, estuviese realmente vivo. Sin embargo su madre no lo veía así:
 “Se que es difícil entender que está realmente vivo, pero la verdad es que si lo está. Yo lo he cuidado y he querido igual que a un gusanito normal. Además, no es que no pueda moverse, de poder puede, pero si lo hace, fracturaría la densa masa ósea que guarda su cuerpo, quedando sus huesos como lanzas dispuestas a atravesar el primer órgano que se les cruce por el frente”.
Tuvo que luchar contra los prejuicios de la gente para que su hijo viviese. Los Parias pensaban que lo ético era asesinarlo, pero ella lo defendió con vehemencia, sin importarle lo difícil que iba a ser para él convivir con gente que lo daba por muerto. Debido a esta misma razón, es que Awün decidió bautizar a su hijo bajo el nombre de Zahid, el cual significa asceta, ya que veía en su futuro un inevitable manto de quietud y soledad. Y así ocurrió, nunca fue como los otros niños, que gustosos disfrutaban refrescándose en ríos de sangre o deslizándose por los huesos como si fuesen resbalines. Zahid al mirarlos sentía en su pecho lo agobiante de ser estático, junto a una inquietud interna irrefrenable que lo llevaba a moverse por reflejo. Pero al más mínimo intento, emanaba un agudo dolor que operaba cual jaula interna.
Habían pasado solo veinte horas desde su nacimiento y el gusano ya era todo un niño. En ese corto tiempo, logró dar cuenta cómo miraban su cuerpo con extrañeza y creían que su madre estaba loca, por no aceptar que había parido a un bebé muerto. Ya sin movimiento, Zahid como buen asceta, consiguió no darle una connotación trágica a su existencia a través de la imaginación y la meditación, pasando largos periodos preocupado por temas como la existencia, el movimiento y la muerte: “¿La muerte es moverse o no moverse es la muerte?, ¿si me muevo me muero, pero si no, estoy muerto para los otros?”
Era el comienzo de su tercer día y Awün optó por llevarlo al parque. Al alba nadie iba a aquel lugar y podría encontrar algo de tranquilidad. Apenas lo acomodó, notó que su boca estaba seca y fue a buscarle un poco de sangre para refrescarlo. En ese momento Zahid quedó completamente solo, recostado boca arriba, mirando por dentro del animal el reverso de su pellejo. En eso comenzó a darse cuenta, que este se hundía relampagueantemente, como si algo lo estuviese picoteando desde afuera. Cuando de pronto, uno de esos picotones atraviesa el pellejo, quedando un agujero justo sobre él. Zahid mira fijo el orificio, y por este se coloca el ojo de un ave, que después de ver al gusanillo da una estocada más con su pico, rajando el cuero, haciéndose del espacio necesario para engullirlo. Ya frente a frente, Zahid aterrorizado, volvió a pensar en su eterno dilema: “si me muevo muero, si no también estoy muerto”. Y haciendo reverencia a su nombre, se quedó en quietud y silencio absolutos. Comienza a decender el hocico del pájaro para tomar al gusanillo y elevarlo suavemente. En eso se escucha el espantoso grito de su madre, quien mientras corría, derramaba la sangre que traía a su hijo. Al extraerlo del animal, el pájaro lo lanza hacia arriba para dejarlo caer dentro de su hocico. Mientras estaba suspendido en el aire, Zahid impresionado observaba el exterior. Sintió la brisa, se fijó en la tierra y la luz solar. Fue la primera y única vez que estuvo fuera de un cadáver. Cayó dentro del hocico del pájaro, y se perdió en sus tripas para siempre.

V

Bajo el incandescente sol de África, en medio de una zona desértica, yacía el cadáver de un colosal elefante. En su interior habitaba la creciente Necrópolis de Anubis, ¡y además fue el paradero del alma de Zahid! Alma fatalizada, que habitaba nuevamente un cuerpo inerte y con esqueleto. Repetición de contrahechos pasados, que retenían su espíritu en una tortura constante. Antiguamente lo que era su Necrópolis, ahora engullía sus entrañas y lo vaciaba lentamente.
Vio como su madre lo lloraba en su velatorio y también oía el cuchicheo de los gusanos que la acompañaban: “pero si desde que nació que estaba muerto, porqué simplemente no se olvida”. Nunca lo logró, pasó el tiempo y con el corazón henchido de pena, puso fin a su vida lanzándose de piquero a un charco de jugos gástricos que la deshizo fulminantemente. Sin embargo antes de suicidarse, en un llanto amargo dijo sus últimas palabras:
“Dicen que los muertos son capaces de oír a los vivos -Zahid atento escuchaba sin poder responder- ¡¿y cómo no va a ser verdad?! Si a ti te creían muerto y eras el único que me escuchaba. Antes de acabar con todo esto necesito contarte algo: en este mismo lugar viví la situación más extraña de mi vida. Cuando recién llegamos a este inmenso cadáver todavía éramos simplemente la comunidad de Los Paria del Paraíso. En esos tiempos iban a designar a Anubis como monarca de la actual Necrópolis. Un día antes de proclamase rey, le envíe un mensaje en secreto: “Una de tus violaciones, pronto dará su fruto. Nos encontramos en el hígado”. Faltaba poco para su discurso y llegó. Le conté que iba a tener un hijo de él y que no abortaría. Quería castigarlo pariéndote, y lo amenacé con gritarlo por todo el fiambre. Que lo supieran hasta los ricachones del intestino grueso, para verlo hundirse y perder su poder. Así que intentó convencerme, me dijo que sería nuestro secreto, que a cambio me daría todo lo que necesitara. Pero en ese momento sólo buscaba venganza y negué su trato. Entonces se me tiró encima intentando estrangularme, ambos perdimos el equilibrio y rodamos cuesta abajo por las paredes del hígado. Para cuando dejamos de caer, le di un fuerte empujón con mi cola: salió disparado directo a este mismo charco de jugos gástricos que está enfrente de mí. Mientras se hundía comenzó a maldecirme, y entre gruñidos me gritó: “maldigo a ese huacho que llevas dentro de ti”. Salí corriendo hacia mi casa y cuando llegué comenzaron las contracciones. Después naciste tú y todo se tiño de absurdo: ¿Cómo se cumplió? ¡No entendía cómo había ocurrido!, ¡la maldición de Anubis se había hecho realidad! Tu malforma no me extraño tanto, como que la maldición de tu padre se cumpliera. Es por eso que en estos momentos concluyo, que mi sed de venganza fue la principal causa de todos tus males. Si no hubiese deseado castigar a Anubis a través de ti, nada de esto habría sucedido. He venido por perdón. 
Puso una mirada punzante, cerró sus ojos y se arrojó al charco. Mientras caía se escuchó el sonido de un enorme trueno, seguido de un relámpago que electrificó el cielo. Se largo a llover repentinamente, como si aquella confesión hubiese traído consigo un enorme aluvión para limpiar las penas.
Zahid no podía concebir la reveladora noticia que acontecía al interior suyo. Quedó estupefacto, atónito. El sentir a su madre desasiéndose en su hígado, más las verdades sobre el origen de su vida pasada, le terminaron por triturar el alma.
A medida que pasaron los años, la Necrópolis de Anubis fue ingiriendo la carne hasta del último rincón de su cuerpo, para finalmente dejarlo transmutado en un enorme y blanquecino monumento óseo. Y a pesar de que ya hayan pasado siglos, aún el alma de Zahid reside encarcelada en el descomunal esqueleto de un elefante.


* Joaquín García Osorio, psicólogo de profesión y escritor por vocación. Trabaja desde hace un tiempo en Salud Pública, área de la cual se encuentra especialmente interesado. La siguiente obra de su autoría es una mezcla de fábula y tragedia social.

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