Búsquedas en relaciones de género
E d u a r d o Y e n t z e n *
Asistí hace ya algunos años al lanzamiento del libro “El Campeón”, de Juan Enrique Forch, comentado por Andrés Allamand y Jaime Gazmuri. En esa ocasión, el autor realizó una encendida defensa del género masculino como el único del que nadie habla, hace tesis o compadece. Forch señalaba que el varón es un ser que queda definido por no ser ni hembra, ni gay, ni lesbiana, es decir, es aquello que bota la ola cuando todas las demás especificaciones de identidad han sido determinadas. En ese momento surgió en mi recuerdo cuando aún más atrás, José Olavarría, quien dirigía las investigaciones en masculinidad del área de género de Flacso, me invitó, junto a Adriana Delpiano como comentarista de tres libros sobre el tema. Hacía poco, Francisco Huneeus, director de la Editorial Cuatro Vientos me había invitado a presentar en la Feria del libro una publicación del gestaltista argentino Sergio Sinay, autor de una sólida obra sobre temas del género masculino. Con esas experiencias, en mi mente surgieron palabras de consuelo o de desagravio para todos los varones asistentes al lanzamiento del libro de Forch, pero no estaba en el protocolo del lanzamiento la posibilidad de dirigirme a la audiencia, de modo que sólo pude consolar más tarde al autor durante el cocktail.
Todas estas imágenes volvieron a mi mente cuando el Comité Editorial de la revista Polis se planteó una edición en la que la sección Lente de Aproximación estaría dedicada al tema de Género y Sustentabilidad. Allí veía de nuevo retratada la misma discriminación, cuando más del 80% de los nombres propuestos para escribir eran de mujeres. En ese instante me vino a la mente una escena aún más remota, de 1975, cuando asistí en la Universidad de San Diego State a un curso de feminismo, junto a otro hombre y unas treinta mujeres; recordé a la profesora vociferando que no entendía qué hacíamos dos hombres en su clase, en circunstancias que los varones no tenían nada que aportarles.
Supe entonces que tenía que escribir para darle voz a la silenciada y dolorosa realidad íntima del varón.
Para hacerlo me surgió con mucha fuerza la reflexión de Sócrates en su Apología. Intenta explicar el filósofo que cuando el oráculo le señaló que él era la persona más inteligente de esa Grecia, él consideró que no podía asumirlo como cierto. Pero al no poder tampoco descartar la voz del oráculo, decidió entrevistarse con todos aquéllos que postulaban verdades. De su examen a muchos sabios, pudo constatar que éstos, aunque pretendían saber, en realidad no sabían. De ello desprendió que podía tener razón el oráculo dado que él, Sócrates, si bien tampoco sabía, al menos sabía que no sabía, y esto lo hacía más inteligente que los otros.
Siguiendo modestamente al maestro, me resulta muy valioso el reconocimiento de la cantidad de cosas que no comprendo, y dentro de ello, me persigue desde muy temprano una incomprensión profunda del proceso llamado de liberación femenina, y de la hipótesis de la dominación del hombre sobre la mujer. Quizás es sólo autoengaño el que realizo, pero no puedo dejar de pensar que hay en esto algún tipo de engaño colectivo, algo como el ocultamiento a que el Emperador va en verdad desnudo. Por otro lado, el tema de género contiene una enorme carga emocional, pues dejando fuera los conflictos bélicos bajo la forma de guerras o revoluciones, y descontado el crimen mafioso o delictivo, es la agresividad en el seno de las familias o entre parejas la expresión más patente de la “irracionalidad” humana.
Les entrego aquí una primera reflexión sobre por qué me parece errónea la tesis del dominio del hombre sobre la mujer.
Un cuerpo fuerte, resistente al frío, saber aguantar, ¡ese es el programa arquetípico de los hombres! ¿Es un programa atractivo de vida? ¿Por qué el hombre acepta este programa de vida? ¿Como el precio que tiene que pagar para tener poder sobre la mujer? Me parece una transacción desventajosa. ¿Y tener poder sobre ella para qué? ¿Para pavonearse como el jefe del hogar?, ¿para tener derecho al biftec más grande?, ¿para que se le obedezca cuando le diga a los niños “ándate a acostar” o para exigir satisfacción sexual cuando la mujer no lo desea? No concibo mayor desatino.
Si este es el programa masculino, y dado lo insatisfactorio de éste, no puedo concebir que el género varonil se lo haya autoasignado desde una posición de poder. ¿No habrá en todo esto un gran engaño? Esta idea se me refuerza cuando veo el resultado al poner en la calle mi mirada sobre hombres y mujeres. ¿Quiénes caminan más abatidos, más grises, más descuidados, más abandonados? ¿Quiénes se emborrachan y se deprimen en la población? ¿Quiénes se drogan más? Los hombres. ¿Por qué entonces este autoengaño masculino, refrendado por la mujer, de ser el género dominante, cuando tocamos la peor parte?
Para intentar una respuesta que no aspira a ser verdadera, sino sólo lógica, hago un salto abismal al pasado, al momento de la transición entre la época matriarcal y la patriarcal. Al leer sobre el dominio masculino, siempre me pareció extraño que el varón asumiera en forma exclusiva la caza y la labor agrícola, labores arriesgada la una y sacrificada la otra, muy desventajosa respecto de la estimulante vida comunitaria, de los olores y sabores de la comida, del juego de los niños.
Intentando comprender, la única hipótesis lógica para mí es que, siendo la sociedad matriarcal previa a la patriarcal, de dominio de la mujer, y con una forma de subsistencia de recolección de frutos, la pérdida del paraíso, la necesidad de cazar y cultivar, se genera en un contexto de correlación de poder con predominio de la mujer. Sólo así se explica que fuera el varón quien tuvo que salir a la caza y a los trabajos forzados del campo.
Ahora bien, lanzado a esa tarea menor, subordinada a la vida comunitaria regida por la mujer, el varón empieza, muy de a poco, a constituir un espacio propio, no sometido al tutelaje directo de ella: inventa el arado, diseña un dios masculino, crea las religiones patriarcales, crea la cultura, y da nacimiento a una belicidad basada en la apropiación del espacio de la producción, constituido como espacio de poder en este mundo de exclusividad masculina.
Con el correr del tiempo esta actividad simple y funcional de proveer alimentos fue desplazando el centro de gravedad de la vida humana. El territorio masculino se tornó más complejo, y se consolidó como espacio de poder intra-varonil. Al mismo tiempo, se fue minimizando el espacio de la vida comunitaria, reduciéndola a un espacio feudal, luego al de la familia ampliada, al de la familia nuclear y hoy prácticamente a la familia unipersonal, quedando el espacio de poder comunitario absorbido y pulverizad dentro del espacio productivo que es la ciudad.
Si concebimos los hechos así, tenemos que la dominación original es femenina, y que el hombre construye después un territorio propio por fuera del espacio de dominación femenina, donde realiza sus “juegos de guerra”. Así, la convivencia a lo largo de los siglos se constituyó con esta tácita separación de los dos espacios de dominio. El hombre tiene derechos en la casa en base a su poder en el mundo de la producción, pero no gobierna la casa. Reina, pero no gobierna.
Finalmente, llegamos al momento actual de la llamada ‘liberación femenina’ , donde la mujer busca ingresar al territorio de exclusividad masculina –el productivo, el de la política y el de la guerra– y simultáneamente demanda al hombre un rol en la casa, no de co-gobierno, sino de cumplimiento de tareas. Con esto se rompe la tácita separación territorial de los géneros, y se regresa a una realidad de territorios compartidos tal cual existió en la sociedad matriarcal previo a que los hombres fueran requeridos para salir a cazar y para la agricultura.
¿Cuál es el pronóstico para esta nueva etapa de la relación entre los sexos? Este es el tema sobre el que les invito a expresar sus puntos de vista en esta sección de búsquedas en equilibrio y complementariedad de género.
* Eduardo Yentzen, Docente de Desarrollo Personal
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