Búsquedas de un Chile inteligente
S e r g i o S o l í s *
Invitado a escribir “un par de líneas sobre inteligencia”, y teniendo en consideración que las escasas neuronas que me funcionan coordinadas (con motivo de la temporada estival) se encuentran en un absoluto estado de reposo –ése es al menos el motivo al cual atribuyo la incapacidad de escribir algo inteligente sobre la inteligencia– he tenido que echar mano a las reservas de segunda y tercera línea, motivo por el cual solicito comprensión, y mucha atención al leer.
He pasado unos maravillosos días descansando en un muy buen lugar de la Cuarta Región. Muy cerca del pueblo de Tongoy. Construí una rutina diaria de caminar una larga playa (lo que por cierto hace muy feliz a mi cardiólogo), e ingerir pescados y mariscos en grandes cantidades en remplazo de los habituales lomos vetados y asados de tira (que son mi especialidad).
En eso me desempeñaba, comprando y comiendo pescados y mariscos, hasta que un lamentable suceso puso fin a tan sana actividad.
Caminatas, comida sana y, por cierto, una competencia familiar al atardecer (sobre qué receta de pisco sour era la digna de perpetuar). Así las cosas, todo marchaba de maravillas. Una a una, mis “neuronas coordinadas” se descolgaban y entraban en receso.
Lamentablemente, y como es habitual en la realidad (lo que diferencia la realidad de las películas), se produjo una “catástrofe”: una inocente botella plástica con “caldo de locos” que había almacenado en el freezer (con el propósito futuro de elaborar un “chupe” de estos maravillosos moluscos), causó el accidente. La tapa de la botella cedió y una “pequeña” cantidad (al menos eso argumenté yo), salió del envase “contaminando” una serie de productos que compartían el frío compartimento del refrigerador.
¡Todo contaminado!, exclamaban en la cocina. Una exageración, ya que todos los productos que estaban allí se encontraban envasados y los cubos de hielo, que fue necesario desechar, no tardarían mucho en volver a estar disponibles.
Es cierto que “algo” del líquido, al sacar la botella, cayó sobre unas lechugas y sobre el resto de una torta de lúcuma, pero tampoco era para tanto. Mis pequeños hijos no se portaron muy solidarios y encontraban que la cocina tenía un olor insoportable. Luego argumentaron que toda la casa estaba “aromada” a marisco.
Así las cosas, se acabaron las compras de productos del mar (sólo se podían consumir en restaurantes), e iniciamos un proceso de “descontaminación”.
Mis hijos y mi sobrino, que me acompañaron todas las mañanas a caminar la extensa playa, por las tardes, al regreso de jugar en la arena y con las heladas olas del Pacífico, se concentraban con un iPad, o en su defecto, miraban los partidos del Barcelona.
Mirando todo este espectáculo: freezer, máquina lavavajilla, iPad, televisión satelital, teléfono celular, cocina a gas; y por otra parte, a los adultos y niños, estudiantes de básica, estudiante de psicología, estudiante de derecho, ingenieros, contador auditor, administrador, tuve una “visión aterradora”.
Mi visión (o sueño despierto), consistía en que de súbito, toda la humanidad desaparecía y quedábamos solos.
Luego de un primer tiempo de shock, mis pequeños hijos preguntaban qué haríamos (afortunadamente los cajeros automáticos seguían funcionando) y los supermercados habían quedado abiertos y con bastantes provisiones.
En mi sueño yo empezaba a hacer un recuento de lo que teníamos disponible: (tres niños, dos adolescentes, cinco adultos; no había nadie de Chicureo, así es que todos contaban por igual).
Éramos un grupo de gente “inteligente”, lo cual, en mi sueño, me generaba algo de optimismo; no estábamos partiendo de cero (sabíamos, leer, escribir, sumar, restar, multiplicar, algo de ciencias básicas, nociones de diversas materias). No tendríamos que inventar el abecedario, los números, pero algo me decía que estábamos en problemas.
Los primeros días de mi sueño fueron de exploración (tratando de buscar a otros humanos sobrevivientes). Los resultados fueron infructuosos. Nada nos faltaba y hasta podíamos tomar pisco sour por las tardes.
De pronto, uno de mis hijos dio la alerta: dejó de funcionar el iPad. ¿Quién sabe arreglarlo? Casi como por encanto, dejó de funcionar el lavavajillas. ¿Alguien sabe arreglarlo? Se descompuso la llave del lavadero (afortunadamente eso sí lo sabíamos reparar).
Mi estado de nerviosismo aumentó cuando reflexioné sobre lo que “sabíamos hacer”. Claro, porque una cosa es “saber arreglar” algo que ya ha sido construido, y otra es saber hacer algo.
Me preguntaba si, antes de la catástrofe, había alguien capaz de hacer un iPad. De hacerlo completo. ¡Obvio que no!, me contesté.
Este aparatito tiene metales en las tapas, en los cables, en los circuitos (se requiere saber de metalurgia), plásticos por diferentes partes (trabajo para los químicos), circuitos integrados, programas, etc., etc..
Pero no es necesario un ejemplo de este tipo: ¿Quién sabe hacer una llave de lavadero?
Bueno, en la fábrica de llaves de lavadero se unen una serie de conocimientos que son administrados por profesionales inteligentes y que, en definitiva, permiten hacerla.
Mientras más funcionalidades tiene un aparato, más integración de elementos y más tipos de conocimientos e inteligencias deben asociarse o coordinarse para lograrlo.
La inteligencia, eso que nos permite relacionar conocimientos para resolver situaciones o problemas, es fascinante. Tan fascinante que, en mi sueño, estábamos allí, un grupo de personas inteligentes con el desafío de volver a “hacerlo todo de nuevo”. Bueno, casi todo: teníamos el lenguaje, los números y los cajeros automáticos, que durante todo mi sueño funcionaron sin problemas.
Alcancé a reflexionar respecto a la maravilla que constituye la capacidad de la especie humana para construir siempre sobre las bases anteriores. El conocimiento se establece en mesetas que otros humanos inteligentes van utilizando para generar una meseta más alta (al menos los humanos inteligentes lo hacen así).
Afortunadamente, todas fueron alucinaciones producto del consumo excesivo de mariscos y peces: muchas ostras, machas, locos, piures, congrios, corvinas, blanquillos, lenguados (que hacía tiempo no veía en esas cantidades), chochas y otras especies marinas.
Ahora, que he regresado a mi dieta carnívora, he recuperado la lucidez y ya no me interesa cómo funcionan los aparatos, máquinas y elementos de uso cotidiano. Alguien, en algún lugar, se preocupará de cómo funcionan y estará usando su inteligencia para que cada vez sean mejores.
* Sergio Solís es ingeniero, empresario, Presidente del Consejo Superior de la Universidad Técnica Federico Santa María, entre otras instituciones; ex-Presidente de Chile 21, socio fundador de la editorial “Aún creemos en los sueños”.
Este artículo es un aporte de Chile Inteligente: www.chileinteligente.cl/
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