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C a r m e n O b r e q u e *
El poeta Faustino Vergara, no había conocido al Diablo, cuando se le ocurrió un buen día instalar una venta de poemas instantáneos.
Para “enriquecer la vida” versaba el eslogan.
De distintos versos y metrajes, para todo tipo público, y, por supuesto, al mejor precio, en el centro del pueblo de Lampa.
Qué más quiere el humano –decíase, triunfal, a sí mismo. Construidos por su propia mano e ingenio. Con esa impronta gloriosa que tenía de rematar la línea de manera impecable que no dejaba duda de su capacidad lírica, el mismo con esos deditos que el Señor le dio y, la Virgen bendijo, escribía los versos más bellos jamás impresos.
Un buen lunes instaló su negocio. Pasaban los días, los huasos pasaban, los funcionarios municipales pasaban, los escolares pasaban y nadie se acercaba.
Ya siendo un jueves e instalado en la Iglesia el bazar de pulgas con ropa usada, una abuelita de la comunidad católica se le acercó.
“¿Qué vende m’hijito?” le pregunto la viejecita.
“Vendo versitos, abuelita” le contestó amoroso el vate.
“Y ¿no me cambia algunos “versitos” por algunos “vestoncitos”?” preguntó la abuelita: “Mire que tengo unos muy buenos y que le quedarían “espectacular”.
“Abuelita, yo soy poeta. Mis poemas tienen un valor inconmensurable” declaró tajante Faustino.
“Mmh… no me diga”, manifestó la anciana. “Pues estos vestoncitos son mágicos”, afirmó la abuela categórica. “Usted se los pone, y se mejora de todos sus males, las mujeres lo tildan de buen mozo, y la plata le llueve a cántaros”.
“Por favor, abuelita, por qué intenta engañarme, ¿qué gano yo con un vestón?” preguntó enojado el poeta.
“Fíjese m’hijito, ve ese joven que va caminando ahí en la plaza con la mujer alta. Observe. Hace una semana nadie daba nada por él. Sin embargo hoy, tiene mujer y trabajo, se ganó un premio y el pueblo todo lo admira. El vestón que tiene puesto, por unos huevitos me lo cambió”.
“Usted ¿me quiere hacer leso abuelita?”, inquirió con duda él.
“Confíe en lo que le digo. Por mis canas se lo juro. Así le puedo dar como tres casos al hilo”.
Meditó el poeta empresario, ¿qué perdía? Además, el podía imprimir infinitamente versos y ganaba un vestón. Al fin le dijo: “Bueno abuelita, hagamos negocio, ¿Cuántos poemas necesita?”
“Sólo uno m’hijito, con eso basta”, dijo la mujer.
“¿Y cuál quiere?” pregunto él.
“Este cortito, sobre el corazón. Se ve bonito” indicó ella.
Y así hicieron trato. El se llevó el vestón y ella el verso. Para no mostrar necesidad el poeta se puso el terno en su casa. Le quedaba como príncipe. Qué buena idea fue el cambio se dijo. Se miró al espejo y meditó sobre su atinado negocio. Su mujer, sujeto práctico y paciente, que siempre consideraba que todas sus empresas no tenían sentido, por primera vez le aplaudió el cambio. Al fin traía algo que servía y se le veía sinceramente: “espectacular”. Aparecieron sus hijos que lo amaban pero lo tenían por medio “loco” y quedaron admirados mirándolo. “Qué bien se le veía el vestón” y que tela más hermosa. Había rejuvenecido diez años.
A los pocos días se topó con un señor que dijo haberlo buscado durante meses. Esperaba que le entregara sus versos a fin de publicarlos. Porque a pesar de ser un poeta en pleno ejercicio, nunca había llevado al público su obra, más bien porque él no quería, aunque no se había topado nunca con quien hacerlo.
El poeta sumido en el éxito olvidó a la vieja y al pueblo. Mil años más tarde, cuando él era también un anciano y el mundo se le había entregado, observó desde la carretera, que la entrada a Lampa había desaparecido. “El progreso” meditó.
Y con esta reflexión se quedó dormido. Soñó con cientos de vestones que mujeres viejas le obsequiaban, mientras él lanzaba al aire pedazos de papel con palabras sueltas y sin sentido.
Tenemos noticias lejanas que Lampa efectivamente existió. Fue un pueblo al noroeste de Santiago.
Curiosamente y coincidiendo con los relatos que tenemos, al poco tiempo de transcurrido el cambio del vestón por el poema, Lampa fue tragado por el Humedal de Batuco y luego barrido hasta su último vestigio por un cerro que al derrumbarse terminó de arrasar con él y con todo.
Testigos afirman que sobre los patos que huían despavoridos del lugar, en el momento del desafortunado desastre, flotaban papeles con versos cortos de color violeta. Letras extrañas y góticas se desprendían de ellos, como una lluvia ácida y maldiciente. Una infinidad de frases que hablaban sobre amores apasionados, amantes osados, sufrimientos eternos. Volaban y volaban. El último vestigio lampino quedó cubierto de papeles.
El camión de la basura recogió toneladas de poesía y algunos recolectores leyeron frases de amor durante largas temporadas mientras hacían la selección de materiales. Muchos de ellos tuvieron hijos inútiles hacedores de lírica, de lo cual se maldecían, sin embargo tuvieron mujeres que los amaron y jamás faltaron vestones en sus casas, ni en sus matrimonios, ni en sus funerales.
* Carmen Lucy Obreque Morales, poetisa, coeditora de Ediciones Caballo de Mar, Investigadora del Centro de Estudios Sociales “Dagoberto Pérez Vargas”. carmenobreque@yahoo.com
* Del libro “Igor ha muerto”, Ediciones Caballo de Mar 2010.
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